jueves, diciembre 17, 2009

Del bolso de la abuela


En Nochebuena y Añonuevo, son emociones lo que circula por avenidas a altas velocidades para llegar a tiempo a la casa.


Por: Otto Gerardo Salazar Pérez*

A mi abuela Carmen Pérez,
la de barro y de maíz.

Del bolso de la abuela podía salir cualquier cosa. Era un fondo de cantera del cual podían brotar las cosas más inesperadas. Como bien se sabe, de los bolsos de las mujeres puede saltar hasta un gato. Mi padre decía que las carteras de las mujeres eran como una cacharrería andante porque ahí cargaban de todo: un monedero –es decir, otra cartera dentro de la cartera-, un frasquito de perfume, un envase pequeño de Cólbon, un encendedor, un dulce envuelto en papel crujiente, una lima, un cortaúñas, un delineador, un colorete, una libretica de direcciones, pañuelitos kleenex; otra cartera billetera llena de fotos de los parientes, tarjetas, postales, monedas sueltas y hasta un biblia en miniatura.

Todo podía aparecer, hasta una flor marchita, un ombligo seco del nieto más querido o un rizo dorado.

Del bolso de mi abuela vino todo: mi madre y nueve tíos y tías que eran mi familia materna; las habas, la mazamorra y la chicha o vino de Anauhac que yo ahora preparo; vino el pan y el sudor de una frente honrosa y la lección para siempre de la lucha y el esfuerzo. Del fondo brotaban canciones de Toña “La Negra” y María Luisa Landini y el recuerdo imborrable de su hermano Gonzalo, y de su pueblo, Tasco.

De su bolso vino la lengua, la palabra adiestrada y certera para clamar un porvenir y una esperanza, no solo a los de su familia, sino a los amigos y a la comunidad si era el caso. Aunque tiene manos de gorrión como el gitano Melquiades tuvo fuerza para hacer con la argamasa del esfuerzo diario casas y edificios que fue sembrando por el pueblo que poco a poco se fue convirtiendo en ciudad o lo que hoy es Villavicencio.

En su bolso había dulces y consuelo y la ayuda oportuna para que los hijos y los nietos se fueran educando y aprendieran más que ella si era el caso; una tarde llegó a la casa e hizo brotar de su cartera una mesita y tres sillas de varilla tejidas en mimbre para que nos sentáramos a comer.

Los domingos salía con ella a la plaza de Villa Julia a escoger verduras y frutas porque con risa decía: “Mijo, la vida está en la muela y somos los que comemos”. Me compraba unos tenis y me veía caminar a ver si por fin enderezaba mis pasos porque a veces recibía con tristeza los regaños de mis profesores que decían que con ese muchacho no había remedio.

Con su bolso terciado la vi al lado de hombres como Duran Dussán y Alfonso López Michelsen, cuando la política no daba plata y se hacía por puro servicio a la comunidad y el mejor dividendo era ser una líder honrada y honesta. Cada cierto tiempo se alejaba hastiada de la política pero retomaba las banderas si veía la intención de algún líder de hacer algo por la gente.

Del bolso de mi abuela vino todo, el pan y las lecciones. Al fin, la madre. Y ahora veo a mi hija mayor armar su bolso de afán, echar sus cosas y salir a prisa, mientras me pregunto qué tanta cosa echa en su cartera. Veo un espejo pequeño, libros, libretas de apuntes. Igual, otra historia que se repite. Me dicen que es una exageración, pero estoy seguro de que las carteras de las mujeres son igual de prodigiosas a los bolsillos de los niños: de ellos puede salir una canica maravillosa, un guijarro, un pájaro, una cauchera o una rana reflectiva.

Ahora que se acerca Nochebuena, pasé y saludé a la abuela, pero la hallé abatida de nostalgia; a lo mejor, producto de su larga vida. Igual, confundía por primera vez nuestros nombres y nuestras voces. Apoyada en el brazo de una de sus hijas repetía que prendieran la luz. Cuando le explicamos que todas las luces de la casa estaban encendidas, se hizo soltar de los brazos y dijo de manera enfática mientras se echaba a andar: “No me inutilicen”.
*Docente Unillanos