Por: Otto Gerardo Salazar Pérez*
Me encanta la sobriedad. Las dimensiones justas, el equilibrio y la frescura rutinaria que representa estar en sano juicio. La sobriedad tiene algo de serena valentía para el que la asume como su ropaje diario. Un buen baño con una ducha fría, una taza humante de chocolate o café, y un buzo o camiseta de primera postura, recién lavada, que me dé abrigo mientras se calientan mis manos, constituye uno de tantos de los pequeños placeres que otorga ese estado de lucidez.
Sobriedad y madrugar son casi un sinónimo. Tienen un sentido cósmico las dos. Avanzan como un galope de caballos, nos traen una nueva curva de horizonte. Después de un sueño reparador se tiene fresca, recuperada y despierta la conciencia. A medida que avanza la mañana, se descorren los velos fríos y luminosos, y un brinco de realidad viene a pellizcar nuestras mejillas.
Un trasnocho en cambio, tiene algo de ebriedad. Los sentidos pierden agudeza; aletea en nuestro interior un rumor de magia y universo pero incluso podemos padecer al otro día los efectos de una resaca, aún sin haber consumido una gota de licor.
Por muchos años, como a otras tantas generaciones me transmitieron un juicio severo sobre la sobriedad. Me dijeron que ella era sinónimo de pesadez y rutina y que era menester leer a Li Po, y celebrar con él la borrachera que nos retorna a la noble naturaleza. “¡Bebe, Cayan!” Me gritaban, me llamaban, mientras escanciábamos más vino de antiguos odres. Después había en nuestras caras un rictus que más tarde se tornaba en mueca vacía y brotaba de nuestras sienes empresas colosales, audacias, que no obstante, después, no acometíamos.
Valía más en ese momento un gramo de ebriedad, para no confundir el sueño con la fantasía.
Sin embargo, la sobriedad, no se alcanza con facilidad. Viene como la sabiduría, con los años. He notado que quienes más disfrutan la vida, un aire de mañana y una taza de café son las personas de edad. Se afirman en la simpleza de los actos cotidianos, hacen movimientos precisos y tienen un sentido raro de sintonía con el latido de cosmos. Ya no llevan prisa y tampoco van demasiado despacio. Se funden en armonía igual en un amanecer o un ocaso. Es cuando se desarrollan los hábitos de pescar en un lago, fumar una pipa o cuidar una hortaliza.
Sin embargo, la sobriedad pesa mucho. Algún filósofo definía el placer como una liberación momentánea del dolor. El trago, es cierto, en algo alivia. Por eso me aterra el rumor de mis primos en un camión, buenos muchachos que en cada semana santa, asaltan, se toman la noche, alzan su vasos, me abrazan y me gritan: “Si no se lo toma se lo echo encima, marica.” Brilla en los ojos de ellos y en los míos la ebriedad de abuelos comunes, el febril impulso de un tío suicida y la pendencia de una tía abuela de los tiempos bíblicos que se liaba a puños con los hombres en una chichería de Tasco.
Tiempo para reflexionar, al fin y al cabo, que conceden las semanas santas cuando bulle el ángel y el demonio que todos llevamos dentro.
Me encanta la sobriedad. Las dimensiones justas, el equilibrio y la frescura rutinaria que representa estar en sano juicio. La sobriedad tiene algo de serena valentía para el que la asume como su ropaje diario. Un buen baño con una ducha fría, una taza humante de chocolate o café, y un buzo o camiseta de primera postura, recién lavada, que me dé abrigo mientras se calientan mis manos, constituye uno de tantos de los pequeños placeres que otorga ese estado de lucidez.
Sobriedad y madrugar son casi un sinónimo. Tienen un sentido cósmico las dos. Avanzan como un galope de caballos, nos traen una nueva curva de horizonte. Después de un sueño reparador se tiene fresca, recuperada y despierta la conciencia. A medida que avanza la mañana, se descorren los velos fríos y luminosos, y un brinco de realidad viene a pellizcar nuestras mejillas.
Un trasnocho en cambio, tiene algo de ebriedad. Los sentidos pierden agudeza; aletea en nuestro interior un rumor de magia y universo pero incluso podemos padecer al otro día los efectos de una resaca, aún sin haber consumido una gota de licor.
Por muchos años, como a otras tantas generaciones me transmitieron un juicio severo sobre la sobriedad. Me dijeron que ella era sinónimo de pesadez y rutina y que era menester leer a Li Po, y celebrar con él la borrachera que nos retorna a la noble naturaleza. “¡Bebe, Cayan!” Me gritaban, me llamaban, mientras escanciábamos más vino de antiguos odres. Después había en nuestras caras un rictus que más tarde se tornaba en mueca vacía y brotaba de nuestras sienes empresas colosales, audacias, que no obstante, después, no acometíamos.
Valía más en ese momento un gramo de ebriedad, para no confundir el sueño con la fantasía.
Sin embargo, la sobriedad, no se alcanza con facilidad. Viene como la sabiduría, con los años. He notado que quienes más disfrutan la vida, un aire de mañana y una taza de café son las personas de edad. Se afirman en la simpleza de los actos cotidianos, hacen movimientos precisos y tienen un sentido raro de sintonía con el latido de cosmos. Ya no llevan prisa y tampoco van demasiado despacio. Se funden en armonía igual en un amanecer o un ocaso. Es cuando se desarrollan los hábitos de pescar en un lago, fumar una pipa o cuidar una hortaliza.
Sin embargo, la sobriedad pesa mucho. Algún filósofo definía el placer como una liberación momentánea del dolor. El trago, es cierto, en algo alivia. Por eso me aterra el rumor de mis primos en un camión, buenos muchachos que en cada semana santa, asaltan, se toman la noche, alzan su vasos, me abrazan y me gritan: “Si no se lo toma se lo echo encima, marica.” Brilla en los ojos de ellos y en los míos la ebriedad de abuelos comunes, el febril impulso de un tío suicida y la pendencia de una tía abuela de los tiempos bíblicos que se liaba a puños con los hombres en una chichería de Tasco.
Tiempo para reflexionar, al fin y al cabo, que conceden las semanas santas cuando bulle el ángel y el demonio que todos llevamos dentro.
*Docente Unillanos
1 comentario:
Primero digité "el encanto de la sobriedad", después: "el placer de la sobriedad" y llegué a este blog y me encontré con este texto tranquilo. Me gustan las imágenes y el tono sencillo y que no sea una diatriba cristiana contra el alcohol... jajaja. Mi nombre es Sol, soy profe de escritura académica en Univalle. Te mando un saludo desde Cali.
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