Por: Otto Gerardo Salazar Pérez*
Hace 226 años, en 1783, un año después de la revuelta de los comuneros, el virus de la viruela hacía estragos en Santa Fe de Bogotá, Lima, Quito y Nueva España. La malsana enfermedad llenaba de pústulas el cuerpo de hombres y mujeres y causaba malformaciones y cegueras; si una pústula reventaba en la pupila del ojo, por ejemplo, se perdía la vista. La gravedad estuvo en sus proporciones: para un villorrio con 15.000 habitantes del momento, el 60% la padecieron y al menos el 20% murieron a causa de ella, unos 3.00o habitantes.
Aquellos que sobrevivían, llevaban de por vida en sus rostros y brazos los duros vestigios de la enfermedad, que los marcaba para siempre. Es muy fácil comprender el grado de angustia y sufrimiento que causó la viruela. Muchos atribuyeron la causa de este azote a la revuelta de los comuneros y a su acto supremo de desobediencia en contra del Rey, mientras los miembros de algunas órdenes religiosas llamaban a las iglesias a orar y pedir perdón.
El hombre en cuestión y con los conocimientos para salir adelante en semejante trance, no pudo ser otro que el médico y botánico José Celestino Mutis. Convocado por el virrey Caballero y Góngora le fue encomendada la misión de mirar los medios para detener la enfermedad. Mutis tenía idea del procedimiento de una vacuna, la cual, siendo una inoculación del virus rezagado de la misma enfermedad en personas sanas, resultaba paradójica y contradictoria. Hicieron la prueba en una india pero, sin los medios de hoy para monitorear el proceso, la paciente murió y el procedimiento cayó en el desprestigio. Era necesario traer una vacuna desde Europa.
Mutis escribió de manera urgente a su sobrino Sinforoso, que se hallaba en Londres y le instruyó de manera cuidadosa, suministrándole los contactos necesarios para que hallara en Francia la vacuna contra la viruela. Tuvo la suerte de conseguirla y de enviarla con gran cuidado. Pero una travesía de mes y medio hasta llegar al puerto de Cartagena, hizo que esta llegara descompuesta y sin utilidad para ningún fin.
No solo de este virreinato de Nueva Granada, sino del Perú y Nueva España, se solicitó a la Corona alguna ayuda y socorro en contra de la enfermedad, que diezmaba la población y hacía estragos en todos los órdenes.
No hubo otra forma ni modo de enviar el germen de la vacuna de la viruela, sino vivo y activo hacia América usando cuerpos humanos como empaque. El 30 de diciembre de 1783 zarpó de la Coruña un bergantín de nombre María de Pita con una expedición de 22 niños, bajo la tutela los médicos José Salvan Lleopart y Francisco Javier Balmis. Dejaron el puerto atrás para enfrentar el Atlántico, pasar a lado de las Canarias y adentrarse en el profundo océano. Uno a uno a cada niño y según su turno, se le fue inoculando la vacuna de la viruela en su brazo. Con los días y cuando el menor iba saliendo del trance, se le aplicaba a otro niño y así iba viajando la vacuna preservada y efectiva hasta que llegase a América. Cuando el barco llegó a las Antillas, los niños se fueron repartiendo, y con ellos, repartiendo la vacuna.
Los niños que llegaron a este reino, sufrieron un revés entrando a la bahía de Cartagena y casi se ahogan. Estuvieron perdidos varios días en la costa selvática pero al final, hallaron el camino y llegaron al puerto. A partir de allí, donde llegara la vacuna, se buscaban de nuevo niños y se les vacunaba. Igual, en cada población, se establecieron una especie de Juntas Antivariolosas que se encargaba de ir rotando el virus para mantener activa la vacuna, como si preservaban un fuego de tribu.
“Que llegara la vacuna a estas tierras -escribió José Celestino Mutis-fue una bendición y una buena acción de gobierno de nuestro soberano Carlos IV.”
Hace 226 años, en 1783, un año después de la revuelta de los comuneros, el virus de la viruela hacía estragos en Santa Fe de Bogotá, Lima, Quito y Nueva España. La malsana enfermedad llenaba de pústulas el cuerpo de hombres y mujeres y causaba malformaciones y cegueras; si una pústula reventaba en la pupila del ojo, por ejemplo, se perdía la vista. La gravedad estuvo en sus proporciones: para un villorrio con 15.000 habitantes del momento, el 60% la padecieron y al menos el 20% murieron a causa de ella, unos 3.00o habitantes.
Aquellos que sobrevivían, llevaban de por vida en sus rostros y brazos los duros vestigios de la enfermedad, que los marcaba para siempre. Es muy fácil comprender el grado de angustia y sufrimiento que causó la viruela. Muchos atribuyeron la causa de este azote a la revuelta de los comuneros y a su acto supremo de desobediencia en contra del Rey, mientras los miembros de algunas órdenes religiosas llamaban a las iglesias a orar y pedir perdón.
El hombre en cuestión y con los conocimientos para salir adelante en semejante trance, no pudo ser otro que el médico y botánico José Celestino Mutis. Convocado por el virrey Caballero y Góngora le fue encomendada la misión de mirar los medios para detener la enfermedad. Mutis tenía idea del procedimiento de una vacuna, la cual, siendo una inoculación del virus rezagado de la misma enfermedad en personas sanas, resultaba paradójica y contradictoria. Hicieron la prueba en una india pero, sin los medios de hoy para monitorear el proceso, la paciente murió y el procedimiento cayó en el desprestigio. Era necesario traer una vacuna desde Europa.
Mutis escribió de manera urgente a su sobrino Sinforoso, que se hallaba en Londres y le instruyó de manera cuidadosa, suministrándole los contactos necesarios para que hallara en Francia la vacuna contra la viruela. Tuvo la suerte de conseguirla y de enviarla con gran cuidado. Pero una travesía de mes y medio hasta llegar al puerto de Cartagena, hizo que esta llegara descompuesta y sin utilidad para ningún fin.
No solo de este virreinato de Nueva Granada, sino del Perú y Nueva España, se solicitó a la Corona alguna ayuda y socorro en contra de la enfermedad, que diezmaba la población y hacía estragos en todos los órdenes.
No hubo otra forma ni modo de enviar el germen de la vacuna de la viruela, sino vivo y activo hacia América usando cuerpos humanos como empaque. El 30 de diciembre de 1783 zarpó de la Coruña un bergantín de nombre María de Pita con una expedición de 22 niños, bajo la tutela los médicos José Salvan Lleopart y Francisco Javier Balmis. Dejaron el puerto atrás para enfrentar el Atlántico, pasar a lado de las Canarias y adentrarse en el profundo océano. Uno a uno a cada niño y según su turno, se le fue inoculando la vacuna de la viruela en su brazo. Con los días y cuando el menor iba saliendo del trance, se le aplicaba a otro niño y así iba viajando la vacuna preservada y efectiva hasta que llegase a América. Cuando el barco llegó a las Antillas, los niños se fueron repartiendo, y con ellos, repartiendo la vacuna.
Los niños que llegaron a este reino, sufrieron un revés entrando a la bahía de Cartagena y casi se ahogan. Estuvieron perdidos varios días en la costa selvática pero al final, hallaron el camino y llegaron al puerto. A partir de allí, donde llegara la vacuna, se buscaban de nuevo niños y se les vacunaba. Igual, en cada población, se establecieron una especie de Juntas Antivariolosas que se encargaba de ir rotando el virus para mantener activa la vacuna, como si preservaban un fuego de tribu.
“Que llegara la vacuna a estas tierras -escribió José Celestino Mutis-fue una bendición y una buena acción de gobierno de nuestro soberano Carlos IV.”
*Docente Unillanos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario