Por: Otto Gerardo Salazar Pérez*
De cierto se podría decir, como quizás lo pensara Juan Rulfo, que los seres tenemos dos vidas: la de vivos y la de muertos. La primera es condición de nuestra propia existencia; la segunda, una resucitación fugaz pero reiterada a través de la memoria de otros. La una es existencia física, la otra, una entidad fantasmal, tejida de recuerdos, molida en eco y en discurrir de agua. Puede tomar forma en cualquier calle, en el reconocimiento fallido de un extraño que se aleja doblando una esquina mientras llovizna.
De nada vale correr porque a la vuelta de rostro del forastero, sufrimos la cruda revelación de lo "inexorable". Una palabra que me enseñó mi padre y que me dolió aprender, aún antes de que cualquier hecho la corroborara. Puede, igual, colarse en la entidad de un sueño que hace de lo real algo aún más crudo, intenso y verdadero, no solo en el sueño, sino aún cuando despertamos y los ojos, como ríos cristalinos, se nos desbordan.
Primero fue mi tío Alejandro, a quien no llegué amar porque andábamos ya en dos orillas que jamás permitirían acercarnos el uno al otro; pero aún lo veo respirar en apuros por su asma, mirándome detrás de unos lentes verdes con marcos de carey grueso. Tenía una forma de mirar dificultosa porque cualquier luz lo cegaba: “Hay que estudiar para que salgan adelante”, repetía.
Después se fue el abuelo Gerardo. No hubo llanto, apenas un silencio respetuoso.
Cecilia, Alberto, Hernando y Martha fueron los dedos de una mano arrebatados del corazón de la abuela Carmen Pérez que la dejaron herida de manera irremediable. Sabemos que tomó la decisión de irse porque el único dato, con voz agrietada, que daba a los médicos que la auscultaban era: ¡Es que me duele el alma!
Con Mayrita se estropeó como una pesadilla el jardín que florecía en el largo y dificultoso trasegar de la vida de mi familia más cercana.
En la Nochevieja, todos ellos, aunque no estén pululan en nuestras sienes, reviven sus voces y sus gestos en el recóndito silencio de cada uno de nosotros. De nuevo en intercambio caprichoso y arrebatado de saludos o despedidas en medio de explosiones y sirenas, vuelven y nos abrazan. De forma especial recuerdo el encuentro con mi padre que me dio muchas veces un abrazo que no lograba entender. Muchas veces lo atribuí a su estado de ebriedad, en medio de la dicha o el desconsuelo, porque era una muestra de afecto arrebatado, un fortísimo abrazo que casi me dejaba sin aliento.
Era simplemente el abrazo para fijar y luchar en contra de la semántica de una palabra que un día me tuvo que enseñar. Afuera estallaba un volador y, de la misma forma que era inesperado, se extinguían las luces sonoras de su explosión.
*Docente Unillanos
3 comentarios:
Un abrazo, Otto. Muy bien.
PROFE, SIMPLEMENTE ME TRANSPORTA, QUE BELLO.
HELMAN PARALES.
pareciera una rèplica de nuestra vida!! una abrazo. Beatriz B.
Publicar un comentario