Por: Otto Gerardo Salazar Pérez
¿Quién no recuerda el olor lápiz nuevo recién empuntado con tajalápiz eficiente? ¿El olor de los textos para estrenar, la caja de colores nuevos? ¿Los cuadernos en limpio e inéditos, vírgenes de toda huella, encima de los cuales, hicimos promesas sagradas de volver a hacer la letra como los dioses de la caligrafía mandaban, etc? Es algo que suele suceder al iniciar cada año lectivo o después del regreso de vacaciones. Pero en forma más profunda y emotiva, cuando fuimos el primer año a la escuela. Los maestros, el salón, eran la puerta de entrada a la civilidad, por la cual los adultos nos reconocían, no ya como mocosos, sino como la esperanza y el futuro de la sociedad misma. ¡Había tanta esperanza y sueño cifrado al traspasar ese umbral!
Pero no siempre al interior de las aulas sucedía lo que habíamos soñado. Lo peor, era siempre la rutina, las horas molidas, consumidas en lo ritual del ejercicio docente, en la repetidera y el aburrimiento. Era cuando mirábamos por las ventanas, añorando la vida que discurría en las calles, y que dentro del aula, estaba diseccionada, y cifrada en fórmulas y leyes.
Algo aun peor es que si volvíamos a la escuela, muchos años después, volvíamos a ver instalada la rutina en una escuela que desde hacía muchos años atrás, había dejado de aprender. ¡Aprender! ¿Cómo así?
Sí, precisamente, y como decían, “en casa de herrero azadón de palo”. La “escuela” – y refiriéndome a ella me refiero a cualquier centro educativo en cualquier nivel, así que también me refiero a colegios y universidades -, que precisamente tienen la función de enseñar suele revelarse como incapaz de aprender nuevas cosas y caer en los ciclos rituales de la repetición. Widden, citado por Santos Guerra, afirma que “aunque, en la sociedad, el cambio se ha convertido en algo corriente, las escuelas siguen en gran parte como siempre… A pesar de los enormes esfuerzos realizados, la institución educativa, en todos sus niveles, ha mostrado una notable incapacidad para poner en marcha y mantener unas formas de enseñanza más eficaces y para crear ambientes de aprendizaje productivos y estimulantes para las escuelas”.
Miguel Ángel Santos, en su libro “La escuela que aprende”, plantea la necesidad y obligación que tiene la escuela de actualizar sus contenidos, lo que enseña, o el currículo y la creación de ambientes favorables a los procesos de enseñanza – aprendizaje. Y establece seis principios emanan de esa necesidad: 1. Principio de racionalidad, es decir, ¿es razonable el esfuerzo empleado por la escuela y se están logrando las metas establecidas? 2. Principio de responsabilidad. La actividad educativa, no solo esta comprometida con las personas, sino con la sociedad toda. 3. Principio de profesionalidad. Se supone que la educación esta en manos profesionales, lo cual implica actualización e innovación permanente. 4. Principio de perfectibilidad; entendido como la aspiración genuina e indeclinable que debe alentar a todas las escuelas de ser mejores y perseguir el perfeccionamiento. 5. Principio de ejemplaridad. Sin explicaciones. 6. Principio de felicidad: la escuela debe dejar de ser centro de frustración, pereza, aburrimiento y decepción. Debe ser un sitio para ser feliz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario