Uno podría escribir cualquier cosa. Pero falta el buen tono. Casi que escribir exitosamente depende de eso. Es como hallarlo en nuestros dedos, en las primeras pisadas de las teclas de un piano: es la nota precisa, el primer movimiento afortunado que desata el resto de la sinfonía. Si uno no tiene la fortuna de sentirlo, de intuirlo en el primer impulso, es mejor dejar para después, para otro sol. Si lo tienes, entonces pueden salir cosas felicísimas como el inicio del Quijote o Cien años de Soledad. Repito la oración de invocación de las musas: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos…” O, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
Lo malo es que sobre el buen tono no existen prescripciones. ¿Cómo podría, a un fenómeno que tiene mucho de acústico, enlazado profundamente con la voz interior y personal del escritor, formularse en una receta?
A tientas uno podría decir que un tono encontrado, otorga la cadena de elementos que se irán sumando, un minúsculo big bang que despliega el resto de creación. Se puede intuir la historia, se puede experimentar de forma vaga la idea de lo que se quiere expresar, pero si no se halla el tono, no tendremos el primer peldaño para apoyar nuestro primer paso. La angustia de la página en blanco suele ser la ausencia de tono. Se va y se viene, se le da varias vueltas al asunto pero lo que resuelve es cierta cadencia, ciertos acentos que se compaginan y permiten la emergencia, que se dé a luz.
En muchas partes he encontrado la alusión a que un buen escritor debe tener buen oído. Pero es sobre todo en el comienzo, cuando es necesario descifrar una tonada nueva, reveladora. Y cada cadencia es distinta, oscura, intuida.
La prosa paga así una vieja deuda a los orígenes de ella misma en el canto y la poesía. Cada lenguaje tiene su música y escribir es aprenderla. Un hablante de lenguas germánicas sentirá de forma viva en el castellano un “cantadito”. Si no se escucha escribiremos como sordos. Nuestra escritura no tendrá cadencia, no seducirá, no lograrán ser oídos los graznidos.
Por ello lo que más se escucha, en momento clave oprimir la tecla, es el silencio, casi opresivo. Toda palabra, pronunciada o escrita, es la irrupción de sonido en el vacío. Muy seguramente, antes de la palabra, surgió en la garganta de los primeros hombres que recorrían las llanuras, o en la hembra que acunaba, un canturreo para calmar, acompañar, para vencer el miedo y la angustia, que llega hoy sofisticado en obras liberarías: “En un lugar de la Macha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”
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