Por: Otto Gerardo Salazar Pérez*
Es muy dudoso que el 20 de julio sea una fecha realmente significativa en la historia de Colombia si nos atenemos a los hechos que sucedieron y si se los sopesa y compara con otros que han marcado la historia del país. Otra cosa es que haya una tradición interesada que trate de insuflar de gesta heroica los hechos insulsos en torno a un supuesto florero –anécdota bastante baladí y magnificada en desproporción- para un evento que pretende ser hecho fundacional de nuestra nacionalidad.
Los hechos del 20 de julio, la mayoría de ellos, se destacan por ser bastante vulgares y mediocres. Primero, para la época Bogotá era una villa bastante sombría y sucia y sus condiciones de higiene eran bastante deplorables, pues, la bestias arrimadas al mercado de la plaza principal llenaban de bosta los andenes que se confundía con la basura arrojada a las calles desde las casas. A veces era la lluvia la única encargada de juagar las calles.
Regía los destinos de la ciudad y el virreinato un anciano sordo y escéptico, que se sentía desterrado de la metrópoli: Amar y Bombón. Realmente era su mujer la que había tomado las riendas del poder y era ella quien resolvía los asuntos de gobierno. Era tan torpe –Amar- en asuntos políticos que trató de ganar a las bravas la mayoría en la Audiencia por lo cual había generado muy mal clima político.
Es más lo que desata la escaramuza viene a ser un chisme. A raíz de que la guardia del corregidor en el Socorro abrió fuego contra la multitud que pedía libertades de comercio y mató a tres de la protesta el clima político se enrareció y el gobierno, como medida de amedrentamiento hizo rodar la especie de que pasaría a cuchillo a unos diecinueve criollos simpatizantes de las ideas independentistas. Ese era el rumor que tejían las aguateras en la fuente principal de la plaza, mandadas por sus señoras a recoger los chismes de la plaza, pues carecían de medios o pasquines.
Pero en últimas, no hubo ni un muerto, y el más golpeado vino a ser un comerciante bastante conocido de nombre González Llorente que tenía su tienda en la calle once con séptima o calle real. Era un exitoso comerciante que tenía varios negocios en España y las Antillas y que se dedicaba a varias obras de caridad en cárceles y hospitales de Santa Fe. Supuestamente no quiso prestar el mentado florero, que otros cronistas dicen se trataba de un mantel.
Los resultados del suceso no pudieron ser más “paradójicos” para un pueblo que se levanta con ideas de progreso. Se formaron dos juntas que empezaron a disputar el poder político: la del cabildo, encabezada por criollos ricos, y la de San Victorino, liderada por José María Carbonell y respaldada por el pueblo. Mientras la junta de cabildo pretendía estrictamente remplazar el poder arbitrario del Amar y Borbón, profesando igual los votos al rey de España, los de la Junta de San Victorino apresaron al Virrey y a cuanto chapetón acusaban del oprobioso gobierno y pedían básicamente justicia.
La junta del cabildo que a la postre resultó vencedora, sin modificar en nada, digamos, las estructura políticas, sociales y religiosas, nombró a la cabeza y de manera honorífica de nuevo a Amar y Borbón sin poderes efectivos. Igual, los que firmaron el acta, varios de ellos clérigos, lo hicieron con cuidado de que los otros repitieran la acción para que nadie se echara para atrás.
Nada semejante a la justa de los comuneros, que con veinte mil hombres armados en el Mortiño, ondeando banderas y azotando tambores, aterrorizaron Bogotá veintiocho años atrás, venidos desde el Socorro, San Gil y Charalá, y pusieron en crisis todo el virreinato enlistando toda una serie de reivindicaciones sociales bajo el perfil afilado y decidido de José Antonio Galán.
Es muy dudoso que el 20 de julio sea una fecha realmente significativa en la historia de Colombia si nos atenemos a los hechos que sucedieron y si se los sopesa y compara con otros que han marcado la historia del país. Otra cosa es que haya una tradición interesada que trate de insuflar de gesta heroica los hechos insulsos en torno a un supuesto florero –anécdota bastante baladí y magnificada en desproporción- para un evento que pretende ser hecho fundacional de nuestra nacionalidad.
Los hechos del 20 de julio, la mayoría de ellos, se destacan por ser bastante vulgares y mediocres. Primero, para la época Bogotá era una villa bastante sombría y sucia y sus condiciones de higiene eran bastante deplorables, pues, la bestias arrimadas al mercado de la plaza principal llenaban de bosta los andenes que se confundía con la basura arrojada a las calles desde las casas. A veces era la lluvia la única encargada de juagar las calles.
Regía los destinos de la ciudad y el virreinato un anciano sordo y escéptico, que se sentía desterrado de la metrópoli: Amar y Bombón. Realmente era su mujer la que había tomado las riendas del poder y era ella quien resolvía los asuntos de gobierno. Era tan torpe –Amar- en asuntos políticos que trató de ganar a las bravas la mayoría en la Audiencia por lo cual había generado muy mal clima político.
Es más lo que desata la escaramuza viene a ser un chisme. A raíz de que la guardia del corregidor en el Socorro abrió fuego contra la multitud que pedía libertades de comercio y mató a tres de la protesta el clima político se enrareció y el gobierno, como medida de amedrentamiento hizo rodar la especie de que pasaría a cuchillo a unos diecinueve criollos simpatizantes de las ideas independentistas. Ese era el rumor que tejían las aguateras en la fuente principal de la plaza, mandadas por sus señoras a recoger los chismes de la plaza, pues carecían de medios o pasquines.
Pero en últimas, no hubo ni un muerto, y el más golpeado vino a ser un comerciante bastante conocido de nombre González Llorente que tenía su tienda en la calle once con séptima o calle real. Era un exitoso comerciante que tenía varios negocios en España y las Antillas y que se dedicaba a varias obras de caridad en cárceles y hospitales de Santa Fe. Supuestamente no quiso prestar el mentado florero, que otros cronistas dicen se trataba de un mantel.
Los resultados del suceso no pudieron ser más “paradójicos” para un pueblo que se levanta con ideas de progreso. Se formaron dos juntas que empezaron a disputar el poder político: la del cabildo, encabezada por criollos ricos, y la de San Victorino, liderada por José María Carbonell y respaldada por el pueblo. Mientras la junta de cabildo pretendía estrictamente remplazar el poder arbitrario del Amar y Borbón, profesando igual los votos al rey de España, los de la Junta de San Victorino apresaron al Virrey y a cuanto chapetón acusaban del oprobioso gobierno y pedían básicamente justicia.
La junta del cabildo que a la postre resultó vencedora, sin modificar en nada, digamos, las estructura políticas, sociales y religiosas, nombró a la cabeza y de manera honorífica de nuevo a Amar y Borbón sin poderes efectivos. Igual, los que firmaron el acta, varios de ellos clérigos, lo hicieron con cuidado de que los otros repitieran la acción para que nadie se echara para atrás.
Nada semejante a la justa de los comuneros, que con veinte mil hombres armados en el Mortiño, ondeando banderas y azotando tambores, aterrorizaron Bogotá veintiocho años atrás, venidos desde el Socorro, San Gil y Charalá, y pusieron en crisis todo el virreinato enlistando toda una serie de reivindicaciones sociales bajo el perfil afilado y decidido de José Antonio Galán.
*Docente Unillanos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario