La voz propia,
es muchas especies, es asunto crucial de sobrevivencia: los terneros, los
pingüinos, dependen de su propia y única voz para tener identidad y diferencia.
Faltaría una
parte a este ensayo si no se esbozan las formas de hallar la voz propia. La
primera es muy sencilla. Consiste en recuperar la niñez, el corto tiempo de
claridad y transparencia cuando somos nosotros mismos; antes de la acción
deformante de la escuela, el aconductamiento social y la opinión común. Cualquier
edad se puede perder, menos la niñez porque es y fue cuando fuimos nosotros
mismos y no teníamos sobrepuestos los roles sociales, que suelen confundirse
con el ser, siendo apenas una apariencia de ser con miras a un desempeño en
determinada esfera social.
La segunda forma
consiste en vencer el mayor miedo del ser, según Erik Froom. El miedo a estar
solo. Casi siempre se adhiere al otro, a su voz y su opinión con la ilusión de
estar en compañía y ser aceptado. Callamos así y pasamos por alto pequeñas al
principio y hasta grandes cosas con las que no estamos de acuerdo.
Contravenciones de morales, mezquindades, vicios y crueldad.
La tercera
consiste en oírnos a nosotros mismos, poner cerco al ruido que nos llega a
raudales de manera incontrolable. El ruido, el barullo, tiene como función
generar desorden y apagar las otras voces. Es en el fondo del silencio que
donde aflora nuestra propia voz, que solemos evadir cuando colgamos la
conciencia y atención de la interferencia permanente e inoportuna del que quiere
vender. Del falto profeta que mercadea la salvación, del ilusionista que tranza
con el deseo, del ciudadano ejemplar que lo que quiere es domeñar.
Finalmente, la
propia voz puede surgir de oír a los demás. Específicamente, a aquellos que
encontraron su propia voz y transmiten una visión genuina de sí mismos y una
impresión original e innovadora del mundo.
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