jueves, noviembre 03, 2011

La poética de las bielas

Montar en bicicleta es una de las cosas sencillas que uno puede hacer en la vida, como caminar o contemplar una caída de la tarde. Es una forma de deslizarse mudo y lento por el mundo. A diferencia del tiempo acelerado y caótico de los carros que nos mantiene alerta, al discurrir en bicicleta, el tiempo tensionado de nuestra época se vuelve sedoso, de las calidades de un arroyo o la caída de una llovizna.

Un primer recuerdo que tengo de una bicicleta era viajar en la parrilla de una que conducía mi padre. Un cicla de esas antiguas, de barra, corazas gruesas y un timbre en el manubrio. Ni siquiera hablábamos, era una especie de comunión en el silencio, a la velocidad necesaria para mantener en el equilibrio y la marcha. Un día desafortunado ante el bamboleo de la cicla se fue uno de mis pies en los rayos de la rueda trasera, nos caímos, y sufrí una lesión. Mi papá dejo de montarme en ella y poco después dejo de usarla para siempre.
Iba a casa de mis primos y veía con codicia sus bicicletas porque nunca llegó a mi cama o a mi cuarto una de ellas en un diciembre.
Así que cuando gané mi primer sueldo a los diecisiete años lo
primero que hice fue comprar un cicla. No la quería para correr, ni para competir. Busqué un modelo convencional y cómodo, con cierto aire clásico de esas ciclas de antes para andar por ahí sin ninguna pretensión especial. La guardaba en el garaje de mi abuela y sólo me duró una semana porque me la robaron. Había pactado cancelarla por cuotas y cada fin de mes que iba a pagar trataba de imaginar los caminos que había cogido mi cicla. Tal vez por ello renuncie a tener otra de manera indefinida.
Con su vida literaria en ciernes un día Nayib Camacho me regaló un libro con uno de los títulos más bellos: “Bicicleta de Lluvia”. Perfecto para un libro de poesía. Fue por los días que, bajando de la plaza San Isidro, conocí a don Pablo, el dueño de la bicicletería más vieja de Villavicencio. En sus tiempos de juventud, fue un ciclista consumado y con los años y el cariño que desarrolló por su caballito de acero, se dedicó a arreglar otras hasta que terminó con un taller. Su relación con esta clase de vehículos tiene mucho de afecto y humanismo.
No hay que olvidar que los primeros héroes de este país eran ciclistas: Efraín Forero y Ramón Hoyos, que ganaban la vuelta a Colombia, alzando su cicla en medio de barriales, narradas por la voz imperecedera de Carlos Arturo Rueda C. Después vinieron Martín “Cochise” Rodríguez y Álvaro Pachón, más otra estela de ciclistas nacionales como Rafael Antonio Niño y Lucho Herrera.
Detrás de mi casa, en hogar muy humilde vivió Efraín Pulido, el único ciclista del Meta que llegó a una vuelta Colombia con honores. En el coliseo Los Conquistadores fue homenajeado una vez retornó. Delgadito, de puro acero. Sus ojos reflejaban la humildad y el esfuerzo de todos esos jóvenes campesinos, boyacenses y antioqueños, que se quebraban la espalda en una cicla y conquistaban la gloria. No bebían “Gatorade” sino aguadepanela pero triunfaban como titanes.
Con el libro debajo del brazo, le pedí a don Pablo que si me podía armar un cicla. Pieza por pieza, en varios meses, la fuimos construyendo. Un día infló los tubulares, engrasó los piñones, le dio un pedalazo y me la entregó. Me subí en ella y quedó tan fina y tan veloz que no la podía dominar. Hasta que al fin pude.
Pero sobre todo me trajo el recuerdo de cuando se vivía el tiempo y transitaba en silencio con mi padre, sin que otros vehículos nos pitaran frenéticos para anunciar que el semáforo cambió de luz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosa cronica, recordé parte de mi experiencia de infancia con una bicicleta. Muchas gracias por enviarme el enlace de tu blog, cuando escribes algo nuevo, siempre resulta interesante. Fuerte abrazo.